Habló en veneciano, quizá sobre hechos de su infancia, porque mencionaba nombres que nunca le había oído. También palabras sobre un timón o algo así. De pronto su expresión era de angustia. En otros momentos luchaba contra enemigos, revolviéndose en su lecho. Luego le oyó canturrear, y su expresión fue entonces de felicidad: acercándose a sus labios reconoció deformes restos de LE CAMPANE DE SAN GIUSTO, aquella canción de los irredentos triestinos que le había cantado cuando él era un chico.
A los dos días comenzó la agonía.
A Bruno de chocaron la indiferencia cortés, los gestos mecánicos con que el sacerdote le dio el aceite y rezó las oraciones. Con todo, sintió la solemnidad de la extremaunción: era su padre que se despedía para siempre de la vida, de aquella vida que había vivido con tanto coraje y tenacidad.
Dos velas fueron prendidas ante una estampa de San Marco. Juancho le colocó en el cuello una medalla del santo veneciano. Y el viejo, desde ese momento, misteriosamente se tranquilizó hasta morir.
Ernesto Sabato. Abbadón el exterminador. Biblioteca de bolsillo, Editorial Seix Barral, 1985, España, p- 464.