5 de octubre de 2011

A sangre fría. Truman Capote.


El verdugo tosió, se quitó con impaciencia su sombrero de cow-boy y se lo volvió a poner, gesto que recordaba en cierto modo una gallina que erizase las plumas del cuello y las volviera a bajar. Hickock, empujado suavemente por un asistente, subió los escalones del patíbulo.

-El Señor nos la da, el Señor nos la quita. Loado sea el nombre del Señor -entonó el capellán mientras arreciaba la lluvia, el lazo era colocado y una suave máscara negra atada sobre los ojos del prisionero-. Que el Señor tenga piedad de tu alma.

El escotillón cayó y Hickock quedó colgando a la vista de todos durante veinte minutos enteros, hasta que al fin el doctor dijo:

-Declaro que este hombre ha muerto.

Un coche fúnebre, con los faros encendidos y perlados de lluvia, entró en el almacén y el cuerpo, colocado en una camilla y cubierto con una manta, fue llevado hasta el coche y luego afuera, en la noche.

Viéndolo marchar, Roy Church movió la cabeza.

-No creí nunca que tuviera tantas agallas. Que se lo tomara así. Lo tenía por un cobarde.


A sangre fría. Truman Capote. Club Bruguera. España, 1a ed. 1979, p. 439.

28 de septiembre de 2011

Psicosis. Robert Bloch (2/2).


Pero sí sabemos en qué paró todo ello. Norman envenenó a su madre y a Considine con estricnina, que les sirvió con el café, en el cual, al parecer, había mezclado previamente algún licor para disfrazar el sabor del veneno.
-¡Qué horror! -murmuró Lila.
-Sí, debió de serlo -asintió Sam-. Según me han dicho, el envenenamiento por estricnina produce convulsiones, pero no la pérdida del conocimiento. Las víctimas suelen morir por asfixia, cuando se agarrotan los músculos del tórax. Norman debió de contemplarlo y seguramente fue demasiado incluso para él.

Psicosis, Robert Bloch, Biblioteca del Terror, Ediciones Forum, no. 1, España, p. 68.