5 de octubre de 2011
A sangre fría. Truman Capote.
El verdugo tosió, se quitó con impaciencia su sombrero de cow-boy y se lo volvió a poner, gesto que recordaba en cierto modo una gallina que erizase las plumas del cuello y las volviera a bajar. Hickock, empujado suavemente por un asistente, subió los escalones del patíbulo.
-El Señor nos la da, el Señor nos la quita. Loado sea el nombre del Señor -entonó el capellán mientras arreciaba la lluvia, el lazo era colocado y una suave máscara negra atada sobre los ojos del prisionero-. Que el Señor tenga piedad de tu alma.
El escotillón cayó y Hickock quedó colgando a la vista de todos durante veinte minutos enteros, hasta que al fin el doctor dijo:
-Declaro que este hombre ha muerto.
Un coche fúnebre, con los faros encendidos y perlados de lluvia, entró en el almacén y el cuerpo, colocado en una camilla y cubierto con una manta, fue llevado hasta el coche y luego afuera, en la noche.
Viéndolo marchar, Roy Church movió la cabeza.
-No creí nunca que tuviera tantas agallas. Que se lo tomara así. Lo tenía por un cobarde.
A sangre fría. Truman Capote. Club Bruguera. España, 1a ed. 1979, p. 439.