24 de enero de 2010

Yo fui el primero... Morris West.

Yo fui el primero en entrar, encendiendo la luces. La escena era curiosamente tranquila. El Avvocato Bandinelli yacía tendido en un sofá de cuero. El agente Giampiero Calvi estaba sentado en un sillón, tras el escritorio, con la cabeza apoyada en los brazos. Encima del escritorio, junto a él, había una novela de Moravia, una pistola cargada, dos bocadillos de jamón, un huevo duro y termo de café. El café estaba caliente. Los dos hombres estaban fríos. El viejo Steffi husmeó el aire, realizó un breve examen de los cadáveres y pronunció su veredicto:
-Muertos. Gas cianhídrico. Pistola o bombona.

Morris West. La Salamandra. Plaza & Janés, Editores, 1973, España, p. 70.

17 de enero de 2010

Parte de guerra. Alejandro Dumas.


El duque de Beaufort escribía a Athos. La carta destinada al hombre sólo llegaba al muerto. Dios cambiaba la dirección.

"Mi querido conde, escribía el príncipe con su letra grande de escolar inhábil, una desgracia nos ha herido en medio de un gran triunfo. El rey pierde un soldado de los más bravos. Yo pierdo un amigo. Vos perdéis al señor de Bragelonne.

"Ha muerto gloriosamente, y tan gloriosamente, que no tengo fuerzas para llorarle como quisiera.

"Recibid mis tristes expresiones, mi estimado conde. El Cielo nos distribuye las pruebas según la grandeza de nuestro corazón. Esta es inmensa, pero no por encima de vuestro valor.

"Vuestro fiel amigo:

El duque de Beaufort."

Alejandro Dumas. El vizconde de Bragelonne, tomo II. Editorial Porrúa. Primera edición, París, 1848-1850, Primera edición en "Colección Sepan cuántos..." 1982, México, p. 585.

16 de enero de 2010

Cautivo y carceleros. Alejandro Dumas.


Y tendió la carta al capitán, quién leyó:

"Señorita, no os culpo por no amarme. Sólo os culpo por haberme dejado creer que me amabais. Este error me costará la vida. Os perdono, mas no me perdono yo. Dícese que los amantes dichosos son sordos a las quejas de los amantes desdeñados. No os sucederá así a vos,que no me amabais, pero oiréis mis quejas sin ansiedad. Estoy seguro que, si hubiese insistido para cambiar esta amistad en amor, hubierais cedido por temor dé ocasionar mi muerte o aminorar la estimación que os profesaba. Me es mucho más dulce morir sabiendo que sois libre y feliz...

"Así, ¡cuánto me amaréis cuando no temáis ya mi mirada o mi reproche! Me amaréis, sí, pues por encantador que os parezca un nuevo amor, Dios no me ha hecho inferior en nada al que habéis elegido, y mi afecto, mi sacrificio, mi doloroso fin, me asegurarán a vuestros ojos una superioridad indudable sobre él. He dejado escapar en la ingenua incredulidad de mi corazón, el tesoro que tenía. Muchas personas me dicen que me habíais amado lo bastante para llegar a amarme mucho. Tal idea me quita toda amargura y me induce a no mirar como enemigo más que a mí solo...

"Aceptaréis este último adiós, y me agradeceréis el haberme refugiado en el inviolable asilo en que se apaga todo odio y se eterniza todo amor.

"Adiós, señorita. Si fuese necesario comprar vuestra dicha con toda mi sangre, mi sangre daría yo. ¡Ya tengo hecho por ella el sacrificio con mi infortunio!

"Raúl, Vizconde de Bragelonne".

-La carta está bien -dijo Artagnan-. Sólo una cosa no apruebo.
-¡Decid cuál! -murmuró Raúl.
-Es que lo dice todo,menos lo que se exhala como un veneno mortal de vuestros ojos, de vuestro corazón; menos el amor insensato que os abrasa aún.
Raúl palideció y calló.
-Sólo deberíais haber escrito estas palabras: "Señorita, en vez de maldeciros, os amo y muero".
-Es verdad -dijo Raúl con alegría siniestra.
Y, desgarrando la carta que acababa de recobrar, escribió las siguientes palabras sobre una hoja de su librito de notas:

"Para tener la dicha de deciros todavía que os amo, cometo la cobardía de escribiros, y, para castigarme de esa cobardía, muero".

Y firmó.

Alejandro Dumas. El vizconde de Bragelonne, tomo II. Editorial Porrúa. Primera edición, París, 1848-1850, Primera edición en "Colección Sepan cuántos..." 1982, México, p. 474. 

15 de enero de 2010

6. Miguel Hernández.



El cementerio está cerca
de donde tú y yo dormimos,
entre nopales azules,
pitas azules y niños
que gritan vívidamente
si un muerto nubla el camino.

De aquí al cementerio, todo
es azul, dorado, límpido.
Cuatro pasos, y los muertos.
Cuatro pasos, y los vivos.

Límpido, azul y dorado,
se hace allí remoto el hijo.

Miguel Hernández. El hombre acecha y Cancionero y romancero de ausencias. Cupsa Editorial, 1a. edición, 1978. España, p. 47.

5 de enero de 2010

Xoloitzcuintli, compañero en la vida y en la muerte 2/2 - Luis F. Cariño.

Don Julio Ortega, médico e historiador nativo de Pachuca, Hidalgo, es propietario de varios Xoloitzcuintli y obsequió una cachorra llamada Xoli a la famosa, legendaria y acuiciosa arqueóloga, arquitecta y doctora en psicología Carmen Cook de Leonard, mexicana por nacimiento pero universal por su enorme producción científica sobre las culturas mesoamericanas.

Mi amiga Carmen recibió a la Xoli tan pequeña que le cabía en la mano y aún sobraba espacio. Fue la más fiel compañera que tuvo en su vida.

Compartieron el mismo plato en los buenos y los malos tiempos y al final la fidelidad de la Xoli llegó a sublimarse: se dejó morir 15 días antes de que falleciera Carmen.

¿Lo haría para esperarla al otro lado del Chignahuapan para guiarla y transportarla a través del mítico río?

Ce-Acatl. Revista de la Cultura de Anáhuac. Número 24/Veintena del Resurgimiento - 14 de febrero - 6 marzo de 1992, p.12.

Xoloitzcuintli, compañero en la vida y en la muerte 1/2 - Luis F. Cariño.

LLa traducción del náhuatl al español de la palabra XOLOTL en el "Vocabulario de Molina" es: paje, mozo, criado o esclavo... Según la creencia mexicana antigua las almas de los difuntos llegaban cuatro años después de la muerte a la orilla del rio CHICUNAHUAPAN o CHIGNAHUAPAN, el noveno río, que rodeaba al reino de los muertos, y sólo podían atravesarlo en caso de que estuviera esperándolas en la otra orilla del río su perro que al reconocer a su amo se arrojaba al agua para volver a cruzarla con él. Por eso se enterraba a los difuntos junto con su perro, al que, claro está, se sacrificaba previamente.

... Seler cree que se puede interpretar como animal-relámpago, por lo que es posible que el perro se haya considerado como el guía al reino de los difuntos por la doble razón de ser el símbolo del fuego y ser el que se precipita desde arriba, ya que en el México antiguo los muertos solían quemarse en una pira funeraria y se creía que el reino de los difuntos se encontraba por debajo de la superficie terrestre, y siendo el relámpago el animal que se hunde en la tierra, que hiende la tierra, el perro llegó a ser considerado como el animal que abría los caminos hacia el inframundo, el que cargaba con los muertos y los guiaba. Esta labor de portadores y guías de los muertos comunes estaba vinculada a los perros comunes, pero el perro Xolo, el Xoloitzcuintli, era el guía de los dioses muertos o del dios muerto. Y en el ocaso quien muere es el sol, que al atardecer se hunde en la tierrra, para alumbrar en el mundo de los muertos, transportado por Xolotl, el dios con cabeza de perro.

Ce - Acatl. Revista de la Cultura de Anáhuac. Número 24/Veintena del Resurgimiento - 14 de febrero - 6 de marzo de 1992, pp. 7 - 10.

4 de enero de 2010

Anochecía. - Ernesto Sabato.



De cuando en cuando aparecían los hermanos mayores. Juancho fue obligado, finalmente, a proseguir el sueño que había interrumpido. Y así Bruno pasó, por primera vez en su vida, la noche entera al lado de un moribundo. E intuyó que recién comenzaba a ser un hombre, porque únicamente la muerte prepara de verdad para la vida; pues la muerte de un solo ser unido a uno con vínculos entrañables permitía comprender la vida y la muerte de otros seres, por lejanos que fuesen, y hasta de los más humildes animales. Le daba agua, pudo aplicarle la inyección de morfina.

Habló en veneciano, quizá sobre hechos de su infancia, porque mencionaba nombres que nunca le había oído. También palabras sobre un timón o algo así. De pronto su expresión era de angustia. En otros momentos luchaba contra enemigos, revolviéndose en su lecho. Luego le oyó canturrear, y su expresión fue entonces de felicidad: acercándose a sus labios reconoció deformes restos de LE CAMPANE DE SAN GIUSTO, aquella canción de los irredentos triestinos que le había cantado cuando él era un chico.

A los dos días comenzó la agonía.

A Bruno de chocaron la indiferencia cortés, los gestos mecánicos con que el sacerdote le dio el aceite y rezó las oraciones. Con todo, sintió la solemnidad de la extremaunción: era su padre que se despedía para siempre de la vida, de aquella vida que había vivido con tanto coraje y tenacidad.

Dos velas fueron prendidas ante una estampa de San Marco. Juancho le colocó en el cuello una medalla del santo veneciano. Y el viejo, desde ese momento, misteriosamente se tranquilizó hasta morir.


Ernesto Sabato. Abbadón el exterminador. Biblioteca de bolsillo, Editorial Seix Barral, 1985, España, p- 464.

3 de enero de 2010

Pasionarias - Manuel M. Flores



XXIX
No más vida, Señor, ya no más vida!
Cuando lloraba el alma dolorida
Me nutría mi pesar.
Ahora no sufro ya, no deseo nada;
Pero tengo, Señor, mi alma cansada
Y quiero reposar.

XXX
Un viaje por un mar de tempestades
Es la vida mortal; la tumba es puerto.
Morir es regresar á nuestra patria....
No se debe llorar por los que han muerto.

Manuel M. Flores

2 de enero de 2010

La muerte de Ernesto Guevara 2/2 - Ernesto Sabato



El cadáver del Che fue arrastrado, aún caliente, hasta una camilla hacia el lugar en que sería recogido por un helicóptero. El suelo y las paredes del aula quedaron manchadas de sangre, pero ninguno de los soldados quiso limpiarlos. Lo hizo un sacerdote alemán, quien calladamente lavó las manchas y guardó en un pañuelo las balas que habían atravesado el cuerpo de Guevara.

Apenas llegó el helicóptero, la camilla fue atada a uno de los patines. El cuerpo, aún con la campera del guerrillero, estaba envuelto en un lienzo. Eddy González, un cubano que en La Habana había regentado un cabaret en la época de Batista, se acercó para darle una bofetada al rostro inerte del comandante muerto.

Al llegar el helicóptero a destino, el cuerpo fue puesto sobre una tabla, con la cabeza colgando hacia atrás y abajo, los ojos abiertos. Casi desnudo, estirado sobre la pileta de un lavadero, era iluminado por las luces de los fotógrafos.

Sus manos fueron cortadas a hachazos, para impedir la identificación. Pero el cuerpo fue mutilado en otras partes, también. El fusil fue a parar a manos del coronel Anaya, el reloj a manos del general Ovando. Uno de los soldados que participó en las operaciones le quitó los mocasines que uno de los camaradas de Guevara le había hecho en el monte. Pero como estaban muy maltratados por el uso y la humedad, no le sirvieron. (De los informes periodísticos.)

Habrá flores que te recuerden, palabras, cielos;
lluvias como ésta, y vivirás sin alteración
habiendo sucedido.
Duerme, libre de la adversidad, todo el orgulo
de la tristeza.

Ernesto Sabato, Abaddón el exterminador. Biblioteca de bolsillo, Ediciones Seix Barral, 1985, España, pp 241-242.

La muerte de Ernesto Guevara 1/2 - Ernesto Sabato



Expuesto y levantado para la muerte:
vedme, infortunios, galas, traído eternamente.
Días, edad, nubes, qué haréis conmigo!


Cuando llegué al aula, el Che se incorporó y me dijo:
-Usted ha venido a matarme.
Yo me sentí cohibido y bajé la cabeza sin responder.
-¿Qué han dicho los otros? -me preguntó.
Le respondí que nada.
No me atrevía a disparar. En ese momento vi al Che muy grande, enorme. Sus ojos brillaban intensamente. Sentí que se me echaba encima y me dio un mareo.
-Póngase sereno -me dijo-. Apunte bien.


dinos dónde escondiste, ay! esa muerte
que nadie pudo verte,
imposible y callada.


Entonces di un paso hacia atrás, hacia la puerta, cerré los ojos y disparé la primera ráfaga. El Che, con las piernas destrozadas, cayó al suelo, se contorsionó y comenzó a perder muchísima sangre. Yo recobré el animo y disparé la segunda ráfaga, que lo alcanzó en un brazo, en un hombro y finalmente en el corazón. (Relato del suboficial Terán a Arguedas.)


Ernesto Sabato. Abaddón el exterminador. Biblioteca de bolsillo, Editorial Seix Barral, 1985, España, pp. 240-241.