A las puertas de una taberna de Baltimore yace el moribundo boca arriba, despatarrado, ahogándose en su vómito. Alguna mano piadosa lo arrastra al hospital, en la madrugada; y nada más, nunca más.
Edgar Allan Poe, hijo de harapientos cómicos de la legua, poeta vagabundo, convicto y confeso culpable de desobediencia y delirio, había sido condenado por invisibles tribunales y había sido triturado por tenazas invisibles.
Él se perdió buscándose. No buscando el oro de Californa, no: buscándose.
Memoria del fuego (II) Las caras y las máscaras. Eduardo Galeano. Siglo XXI editores, p.205.